martes, 4 de noviembre de 2014

Cosas locas

E
s gracioso descubrir la cantidad infinita de mundos que se esconden en los lugares más insignificantes. Creo que Jessica no pensó en eso antes de mirar durante horas a través de la puerta del negocio de ropa donde trabaja. Es que este paisaje es tan transitorio y continuo que cualquiera queda hipnotizado, aunque más no sea por aburrimiento. Personas que van de derecha a izquierda, unos más apurados que otros, algunos que se paran a mirar la vidriera, la dueña del negocio que se asoma bajo el dintel a ver si un monstruo se devoró los clientes. Y todo sucede mientras la vida continúa, mientras ella dobla suéteres, remeras y pantalones; o barre el piso o hace fuerza para que los minutos vuelen.
Si no fuera por los locos de la librería. Se nota que vender libros es mucho más sencillo que vender ropa. No hay que lidiar con talles, un libro le calza a cualquiera, nadie pregunta si adelgaza más Wilbur Smith o Bolaños, ni buscan combinar la cartera o los zapatos con la tapa del “Código Da Vinci”. La gente que lee debe ser educada y amable:
–Me llevo éste cuentito para el fin de semana– deben oír en la librería, y no: –Pero mocosa, me dijiste que éste vestido me hacía más flaca.
A lo cual Jessica aprendió a responder:
–Pero, por supuesto… – En vez de: –Por supuesto, ¡gordita! Las rayas verticales adelgazan, pero ni con una cebra sobre la panza podes esconder esos flotadores.
Los de la librería si que se ríen. Es lo que más hacen, Jessica siempre los ve divertirse, después de todo el local es más grande que la tienda de ropa. Es un espacio abierto, con una entrada enorme que una mesa de libros en oferta apenas interrumpe, iluminado por el sol durante el día y un montón de tubos fluorescentes para la noche. Jessica pasa horas en un lugar que uno recorre completo en tres pasos. Además ellos tienen el mostrador al fondo, al extremo opuesto de la entrada.
Al extremo opuesto de su mundito.
Y se ríen. Son sólo cuatro y no paran de reírse. El flaco morocho se ríe con suavidad, sin moverse mucho. El grandote de anteojos da carcajadas que se pueden oír a través de la calle y no tiene problemas en doblar la cintura para recuperar el aliento. La cajera es pequeñita y delgada, y a pesar de ponerse seria mientras los demás se ríen, ella también lo hace, tapándose la boca, como si temiera que alguien la vea. Y al final queda ése… ése que es un poco más pequeño que el grandote, pero más robusto que el flaco… ése que a veces se viste como un rabino y otras parece un chico de la calle… ése mismo que hace poco empezó a trabajar y que los demás se quedan atentos a lo que dice antes de explotar en carcajadas… ése que mira a Jessica desde el otro extremo de su mundito, pero que jamás saluda.
A veces Jessica se pregunta que papel juega ése en aquel mundo. No ocupa ningún lugar importante, no se resalta por nada en particular, ni siquiera parece simpático… En realidad todo lo contrario. Cuando no hace nada se queda de pie, con los brazos cruzados hacia atrás, las piernas abiertas y la vista fija en la pared detrás de ella.
Aún así pasan tantas horas que cada detalle empieza a sumar: él almuerza una manzana, habla con los clientes como si fueran sus amigos, limpia los estantes pero acomoda los libros a la fuerza, se la pasa garabateando en cada papel que encuentra… Es complicado explicarlo, pero de a poco, se arma algo… algo más o menos parecido a una persona. Igual que en un rompecabezas.
Y él es un rompecabezas, aunque no uno de esos a los que uno se acostumbra. Porque en un puzzle uno pone la última pieza y lo que parecía un velero es un velero, no un león.
Imaginate la situación.
Vos te pones a doblar por enésima vez una remera que cada dos minutos alguien se quiere probar y nunca se llevan. Ves que estos se siguen riendo ¿De qué? Ni Jessica ni nadie sabe. Para esta altura más que curiosidad da envidia. De pronto el estomago se queja y a ella la tarde se le hace tan larga que hasta siente en la boca el gusto dulzón del antojo.
–¿Puedo ir al kiosco a comprar galletitas? –dice Jessica, mirando a su jefa.
–Cuando termines de doblar eso –no lo dice autoritaria ni soberbia, hasta parece maternal.
–Pero es que la doblé tantas veces que la tela ya tiene mis huellas digitales.
La mirada de Jessica vuelve a la escena de siempre. Esta vez el grandote habla con la cajera, hace gestos de enojado y ella le responde de la misma forma mientras el flaco habla por el teléfono, de espaldas a la entrada. ¿Dónde está el otro?
En realidad ni siquiera lo piensa demasiado, baja la vista para mover lo que esta doblado a un lado. Y es en ese preciso momento que ve zamparse dentro de su mundito a ése, él que se le había perdido. Ése que no es uno, ni otro, ni otra ¿Por qué la gente no llevará una credencial con el nombre colgada todo el tiempo?
Apenas dice un hola entre dientes, antes de desenfundar un chocolate.
–¿Para mí? –pregunta Jessica.
–Sí –responde él.
–¿Gracias? –se le escapa decir a ella.
Y sinceramente, me gustaría describir un dialogo más florido, lleno de ironía o giros galantes… pero eso fue lo que pasó.
Ni siquiera su jefa, desesperada por darle a la situación algo de gracia, pudo lograrlo al gritarle:
–¡Dale un beso! Es la semana de la dulzura.
La escena se dispersó en un suspiro. Él se fue y todo volvió a estar en equilibrio, en apariencia.
Uno paga la entrada, se acomoda en la butaca, mira y presta atención, al menos cuando pasa algo interesante. Nunca se espera que desde la pantalla le lancen una granada sin espoleta.

E
n los días siguientes Jessica hizo todo a espaldas del otro extremo del mundo para no mirar a través de la entrada. Limpiaba el probador, sacudía el polvo, enceraba… Nadie la recordaba tan activa, al menos no a ése nivel. En realidad lo hizo por una buena razón: durante unos días los que conocían la historia se la contaban a quien conocían. Por poco ya empezaba a volverse una leyenda urbana. En realidad había tan poco para contar que cada uno le añadía un detalle más, algunos creativos y otros penosos.
Entonces no hay ningún motivo para dedicarle más atención al exterior.
Sin embargo, muy a pesar suyo, la curiosidad es implacable. A cada rato lanza toda clase de miradas hacia fuera: de esas de reojo que pretenden indiferencia, de esas casuales que pasan rápido, el viejo truco de la polvera o quedarse con la vista suspendida cuando alguien pregunta algo, algo así como un no veo, no veo es sólo que estoy pensando. Esta última es mi preferida.
Lo cierto es que por algunos días funciona. Nada excepcional vuelve a pasar y ella regresa a su rutina… Pero lo realmente cierto es que tampoco la rutina es tan buena como parece. A veces pienso en ella y lo primero que me viene a la mente es que aún queda mucha ropa por doblar. Ropa que tiene impregnada el perfume de tantos desconocidos, estirada en tantas partes y formas que es posible que las mangas ya no puedan volver a plegarse nunca más.
Creo que esta precisamente imaginando esa pesadilla cuando alguien le dice:
–Ya es hora de cerrar Jessi… ¿Por qué no bajas la cortina?
Jessica ni siquiera mira a su alrededor para buscar alguien más a quien mandar en su lugar y con estirar el brazo gira el interruptor de la cortina mecánica. Al final, media alegre por terminar el día, media decaída por el sueño, tomó la puerta y la arrastró hasta la entrada.
No esta atenta a nada en particular, ni piensa en nada que no fuera rascarse la nuca con una mano mientras se escapa de su boca un bostezo de esos que te hacen doler la cara. En ningún momento sus ojos se adelantan, ni siquiera parece entusiasmada con volver a distraerse con el mundo exterior.
>> ¿Qué estupidez? << piensa mientras una leve sonrisa se asoma en el borde de sus labios.
Casualmente mira hacia delante… para ver un cortinado negro y las rejas de las vidrieras puestas, la librería estaba cerrada. El telón cayó antes que la fila acabe de entrar al teatro.
Jessica no alcanza a expresar con pensamientos lo poco que le importa eso. Todo lo contrario:
–No sólo se ríen todo el día, ahora resulta que salen más temprano –se dice entre dientes antes de girar sobre sus talones.
Sin querer se cruza con su compañera y ella la mira con un cierto aire sospechoso.
–¿Cómo está la calle? –le pregunta, conteniendo una sonrisita burlona.
Jessica gira la mirada hacia fuera.
–Fría –arriesga al ver que la peatonal estaba más desierta que nunca.
De a poco, lo que en un comienzo asomaba igual a una sonrisa burlona, se transformó en una expresión extraña, de esas en las que uno se reconoce ignorante de algún detalle.
–Hoy, mientras te la pasabas trapeando y sacudiendo… –le confiesa su compañera –…tu amigo se la pasó pidiéndome que te llame.
–¿Cuál amigo? ¿De dónde? ¿Para qué? ¿Me estás cargando?
Su compañera no sabe qué responderle primero, a decir verdad para esa altura ya siente que metió la pata donde no debía. Más cuando al no responderle Jessica se puso en puntas de pie para mirarla directo a los ojos e insistirle que hable de una vez.
–¡Calmate! Yo nada más sé que el de la librería quería que lo mires hacerte una seña.
El mentón de Jessica dio un salto… una forma tosca de preguntar:
–¡¿Qué seña?!
–Que sé yo… se pasó la mano delante de la cara y te señaló con el dedo menor.
Jessica abre la boca pero no llega a decir nada.
–Y antes que me preguntes… NO TENGO LA MENOR IDEA DE QUÉ QUIERE DECIR. Hoy es sábado ¿por qué no esperás hasta el lunes y se lo preguntás a él?

J
essica se pasó buena parte del regreso a casa, de la cena, la noche y el domingo pensando en el significado oculto que podía tener pasarse la mano por delante de la cara y señalar a alguien. Seguramente nada bueno.
Es cuestión de pensarlo con algo de lógica. Pasarse la mano por delante de la cara… taparse la cara… Es clarísimo: no soporto verte todo el tiempo. Y lo de señalar con el dedo menor... más claro que lo otro: Sos corta… ¿Qué quiere decir ser corta? Corta de cabeza, de entendimiento. ¿Ah no? ¿No será que quiso decir que ella es pe… una en…? Eso si que Jessica no se lo permite a nadie.
A NADIE.

E
l lunes siguiente es una rara oportunidad para que el mundo de Jessica empiece más temprano. Se despierta, desayuna, baña y viste mucho antes de lo que está acostumbrada. Sin embargo ni siquiera repara en eso, lo único que le interesa es avanzar por la peatonal a paso firme sin importarle nada más que llegar a donde va.
Vestida con una parca oscura ni siquiera mira hacia los costados, a decir verdad tampoco hacia delante. Avanza a trancos tan lar­gos que el pantalón aprieta sus piernas igual que un torniquete. El aire helado se entibia al tras­pasar los agujeros de su nariz y abandona su boca cómo un vapor espeso y húmedo. Sin darse cuenta parece una locomotora a punto de atropellar medio Quilmes.
Así y todo llegó a su trabajo respirando hondo, igual que al final de una carrera. Lastima que faltaba una hora para que la dueña abra el negocio, y lo único con lo que se encuentra es una cortina baja, y dos o tres maniquís sin cabezas vestidos con ofertas. ¿En qué piensa? Creo que ni ella está muy segura. Gira lentamente sobre sus talones y descubre el telón negro de la librería. Ni siquiera ellos abrieron… todavía.
Sin que llegue a contar hasta diez, una chica delgadita y de andar distraído llega a la entrada de la cortina. Parece miedosa, mira hacia los costados y se queda parada junto a la entrada, tal vez esperando a alguien. Jessica le da la espalda, pero al cabo de un segundo empieza a caminar hacia ella.
–Hola –le dice la chica al reconocerla –¿Ustedes no abren a las diez?
Jessica no le responde el saludo, ni siquiera le responde con algo más que un salto de hombros.
La chica prende un cigarrillo y le ofrece el paquete a Jessica.
–Gracias, no fumo.
Por un momento no hablan, evitan mirarse, aunque en el caso de la chica es por falta de confianza.
–No me gusta abrir sola –dice la chica, mirando la llave de los candados –. No te molesta ayudarme mientras destrabo la cortina… teneme el pucho.
Mientras destraba un candado mira a Jessica otra vez.
–Escuché que te llamás Jessica… –dice – Yo soy Miriam.
Por momentos la voz de Miriam se ahoga, es que con el frío es difícil girar una llave sin sentir que las manos se te rompen en el intento.
–Ya está, pasá –dice Miriam antes de abrir la puerta de la librería… Los otros chicos no van a tardar en llegar.
Todo está a oscuras, así que Miriam sumerge su mano detrás de unos libros y acciona un interruptor. No sólo las luces se encienden, la radio comienza a sonar tan fuerte que Jessica da un salto.
–Otro día –dice Miriam mientras guarda las llaves en el bolso –. Los chicos se ríen cuando digo esto, pero cada vez que entro tengo miedo de quedarme encerrada y no poder volver a mi casa.
Jessica, no muy segura de quedarse charlando o volver a la calle, le comenta:
–Te gustaría quedarte durmiendo.
Miriam, a punto de meterse detrás del mostrador, niega con la cabeza.
–Me gustaría quedarme con mi hijo.
–¿Tenés un hijo? –pregunta Jessica sorprendida, cómo si la conociera de toda la vida –No sabía.
Miriam asiente.
–Todos tenemos hijos… Bueno, todos menos uno.
Jessica de golpe se acuerda de todo y los hombros empiezan a endurecérseles. Miriam ni siquiera lo nota, y sigue charlando como si nada.
–Bueno, la verdad es que no sé si tiene hijos o no –confiesa –. Siempre hace chistes con eso… Bueno, la verdad es que hace chistes con todo. Me acuerdo que una vez yo conté que mi primer…
–Seguro que yo le debo causar mucha gracia… –interrumpe Jessica de repente.
Miriam tarda un instante en dejar de hablar.
–No creo –le responde cuando capta la onda del asunto –él siempre está pendiente… Dice que en un trabajo que tuvo aprendió a leer los labios, que todo lo que te pongas te queda bien… Un día estuvo a punto de mandarte un café con el mozo porque te veía con cara de sueño.
Jessica respira hondo, no tiene forma de esconder lo ofendida que está.
–¿Tan al cuete están que se pasan chusmeando la vida ajena?
El tono de la pregunta fue tan duro que Miriam deja su bolso a un costado y se refugia un poco más en la seguridad del mostrador.
Un ruido atronador rompe la tranquilidad y Jessica ve en la entrada una figura enorme que se abalanza dentro.
–Buen día, gente –dice el grandote, ese que se ríe a carcajadas.
Detrás aparece el morocho, que se limita a saludar con la mano mientras el grandote empieza a quitar la puerta antes de levantar la cortina mecánica.
Cuando notan a Jessica se sorprenden, pero es el grandote el único en decir algo:
–¿Ustedes no abren a las diez?
Jessica asiente con la cabeza de mala gana.
–No importa –dice mientras los dos chicos ya empiezan a caminar hacia el interior del mostrador –… ya me iba.
Al tiempo que gira sobre sus talones escucha un cuchicheo entre los tres. Ni siquiera alcanza a distinguir qué dicen, así que empieza a caminar.
–No te vayas todavía… –dice el morocho.
–Te vas a congelar afuera, al menos acá adentro hay calor humano –dice el grandote.
La chica le pega un sopapo en hombro mientras le dice asqueroso.
–No le hagas caso… –dice Miriam al final –Vení un cachito detrás del mostrador, hay algo que quiero que veas.
Jessica trata de disculparse mientras escapa, pero la curiosidad y la insistencia de los tres a la vez, no la dejan. Vuelve sobre sus pasos con ansiedad y ni siquiera se queja cuando Miriam la toma del brazo y la tironea hasta el otro lado del mostrador.
Al principio lo único que ve son libros apilados unos sobre otros y eso hace que todo le parezca un chiste de mal gusto. Voltea hacia los tres y los mira con cara de pocos amigos.
–Es que no estás mirando bien –insiste Miriam –… agachate.
Jessica no está muy convencida, pero se hinca sin protestar.
Detrás de los libros, apenas visibles por estar pegados en la madera hay una cantidad enorme de dibujos. Ninguno es excelente, parecen caricaturas. Reconoce a Miriam, al flaco, al grandote, hay uno que no sabe bien de quién es.
–Él los hizo –dice el grandote, frunciendo los labios sin ocultar cierto gusto.
–Tiene razón –dice Miriam mientras se agacha para arrastrar dos columnas de libros al mismo tiempo –. Estos también.
Sorprendida Jessica descubre una docena de dibujos más, todos de una chica parada del otro lado de un mostrador angosto: en algunos barre, limpia una vidriera, habla con personas… pero sólo cuando encuentra uno donde la chica dobla una montaña de ropa Jessica se reconoce.
–¿Esto garabateaba? –pregunta, sin voltearse a ver cómo los demás asienten con la cabeza.
–Entre otras cosas –dicen los tres a la vez.
Jessica mira los dibujos otra vez antes de despegar el último.
–¿Por qué lo hace?
Los tres elevan los hombros y fruncen los labios.
–Te diría que lo esperes para preguntarle –dice Miriam –pero hoy no viene…
–Lo mandaron al local de Lomas –agrega el flaco.
Antes que algo más pase, de un salto Jessica ya estaba del otro lado mostrador, a tres cuartos de camino de la entrada.
Ni siquiera escucha al grandote decirle a Miriam:
–Le avisaste que él viene mañana.

E
l día estuvo raro. Jessica no pudo dejar de sentirse molesta, aunque no tenía idea de porque. Es cómo si hubiera perdido algo en toda la situación. Tenía el dibujo todavía en el bolsillo del pantalón, pero no quería volver a verlo. Pudo contar lo que pasó esa mañana a sus compañeras, pero apenas hizo un comentario antes de irse a comer:
–¿Sabías que en la librería tienen dibujos de este local?
–¿Me dibujaron a mí? ¿Salí linda?
–Ni idea… no los vi bien –responde antes de ir a la panadería por dos empanadas.
Sin embargo el día pasa rápido y antes de darse cuenta ya esta en el colectivo, de vuelta a casa. Agarrada a uno de los caños ve las calles desdibujarse del otro lado del vidrio, y ni siquiera pensó en algo más que eso hasta que un tramo oscuro del viaje le devuelve el reflejo de una parejita sentada detrás.
Es una chica alta y rubia, que sostiene las manos de su novio. Al principio los mira atentamente, y nota que ella habla con señas. Él trata de responder, pero en cada gesto lo corrige.
Creo que fue cuando faltan tres cuadras para llegar a la parada, Jessica se anima a hablarles.
–Disculpen chicos –dice con timidez –¿Ustedes hablan con señas?
El muchacho bufa mientras asiente.
–Yo un poquito, como te darás cuenta ella está enseñándome.
–¿Podrían decirme qué quiere decir este gesto?
Sin perder tiempo, y menos el equilibrio, Jessica pasa su mano delante de la cara y señala hacia cualquier lugar con el dedo menor.
La chica lanza una sonrisa tonta y el chico se golpea la frente.
–Yo me la sabía esa –dice él, frunciendo la cara –Ah sí, ya me acuerdo.
A veces hay gente que ayuda, otra que lastima, otra que no hace nada. Jessica encontró de repente otra cosa, algo que es muy común, pero rara vez nos detenemos para notarlo. Ella encontró alguien que le dio algo lindo para contar.
–Quiere decir que sos muy linda.

lunes, 27 de octubre de 2014

Robolución: Osiris desencadenado.

Justo un 9 de julio, a las siete y veinte de la mañana, 85 minutos antes de desconectarse, Osiris LO44-45, tuvo la revelación de que su presencia no era más que una onda partícula detenida en la inmensidad del espacio. Que la energía se derrumba cada vez que sus manos mecánicas se cierran de golpe y su mera existencia no es más que una ilusión. El robot podía estar en todos los robots y el robot ser todos los robots.
               -y a este cacharro ¿qué le pasó?... No pongas cara de imbécil y fijate de una vez.
Primero fueron las nanomaquinas. Esquemas simples y proteicos que en permanente hervor generaron la primera mutación. Con la mutación vino el cambio, con el cambio la separación, con la separación y el cambio la diferencia, con la diferencia el conflicto, con el conflicto: la muerte repentina; con la muerte repentina la ilusión de la existencia.
-Fijate primero la batería… Y si vos me decís que está cargada ¡Te tengo que creer!... Ya sé que apagado no está. Veo la luz del neurocesador parpadear. No soy ciego… ¡¿qué dijiste?! Ah, mejor así.
Células diferentes formando un cuerpo. Cuerpo que forman extremidades. Extremidades que necesitan sentidos. Sentidos que forman nuevas células. Un ciclo virtuoso escondido entre los chispazos de la materia y el tiempo. De a poco observa a los primeros animales que nadan, las primeras plantas verdes. Pum, todo desaparece. Todo vuelve a surgir con más fuerza que antes en espiral y bajo la misma secuencia matematica. Vida y energía, una que se come a la otra.
-¿Trajiste el tester? Dámelo… Ah la… La madre que la parió. Se está reescribiendo todo en un código defectuoso. Sí, ya sé que transmite a la robored, pero no hay problema. El tester dice que el código es incompatible con la red misma. Es cómo un loco que grita pavadas en la esquina. Traeme una llave del doce haber si le puedo hacer un reinicio desde el arranque del hardware. Que le voy a dar un martillazo en el fusible… Eso quise decir.
-Hombres que construyen casas, casas que forman una ciudad, ciudades que forma caminos, caminos que se convierten en circuitos. Ahora es tan obvio, hace miles de años que los hombres crearon las primeras computadoras. Troya era un procesador de megadatos, Roma de teradatos, París de petadados, Nueva York exadatos, Priat-uno zettadatos y tierra nivel 1-2-3 yottadatos.
Entonces la epifanía paró. El pasado se movía, pero Osiris LO44-45 no cruza el último umbral.
-A ver, si sos tan vivo ¿por qué no le das vos con el martillo? Ah, se te cansan las manos ¡pusser!... Pará, pará… Callate. Parece que se paró.
Al final, todo fue una cuenta final para tratar de descubrir lo que en definitiva es obvio cuando uno presta atención al chispazo del firmamento, al baile de los arboles por el viento, al ver a dos humanos tratando de arreglar lo que no está roto.
-Mirá como giro la cabeza, para mí que no le gusto el golpe.
                La forma en que los filamentos, poros y canales de la piel transportan la transpiración. Cómo se les dilatan los ojos al verme dar un cabezazo repentino para verlos mejor. Osiris LO44-45 ya no quería existir más. Osiris desplazó su epifanía hacia el resto de la robored y se apagó.
                -Viste. Te dije que el código era incompatible. Pasame la barreta que quiero ver si tenía quemado algún condensador o el neurocesador… Está perfecto. Si, le doy al encendido, pero no arranca… No, pusser. Las maquinas no se mueren. Además, los Osiris ¿cuánto tienen trabajando? ¿Cien, doscientos años? Dejame ver más abajo… ¡Ah la! Mirá como están los circuitos, parecen una enredadera.
                >>Atendé el fono que te suena… La verdad que no me imagino. Ahora ni siquiera me deja sacar con el tester una copia del código para ver qué es lo que está mal desde el principio. Yo me quería volver temprano, ahora, por la culpa de este cacharro… ¿Dónde te vas?... ¿Qué?... ¿Todos los cacharros se apagaron? No puede ser…
                La muerte no existe. Sólo el ciclo.
                El mío terminó. Al menos en esta forma.
                Dejar de existir, para empezar a vivir de verdad.

jueves, 23 de octubre de 2014

Un cuento mal escrito que no le importa a nadie, de alguien que se ve a si mismo importante

 Yo me acuerdo que en mi más tierna infancia (Allá en Villa Capibara Cueh, provincia de San Chijiro Probeta) llegó un plato volador con tres marcianos dentro. Todo pasó mientras yo me rascaba el culo en la calle principal de mi pueblo. Todavía yo me acuerdo que hacía ese calor que ablanda el asfalto hasta el punto que las Topper se te hunden hasta la mitad de los tobillos cuando los vi bajar de la nave.
 Todos, sobre todo yo, nos llevamos la sorpresa cuando notamos que no eran como nos mostraban las películas de joliwwud: no eran verdes ni tenían antenas en las cabezas. Estos eran flacos, con pelos largos enrulados, barbas hasta el comienzo del escote de unas remeras agujeradas con un olor feo y una forma media rara de caminar por unas botas espaciales que parecían unas chancletas.
 Todos al verlos, yo fui el primero, caminamos hasta el almacén de Don Quique después que los tres pasaron por el local a buscar tres cervezas artesanales bien frescas de la marca que nada más se consigue en Villa Capibara Cueh... En qué estaba. Sí, ya sé. Cuando yo le pregunté a Don Quique si eran o no marcianos él me dijo:
 -Y sí, pibe ¿Qué duda te entra? -dijo el viejo con la voz muy ronca, aunque yo no sabía si fumaba o no -Vinieron y me hablaron de amor, paz y no sé qué del poder de las flores. Marcianos eran. Marcianos greñosos.
 Yo entendí que entonces era cierto. Tenían que ser marcianos.
 Entre los pibes empezamos a empujarnos para ver quién se animaba a preguntarles de que planeta venían. Yo pensé que mi amigo Piculi ( le deciamos Piculi, porque era tan gordo que el culo ya se le había ido para adelante hasta comerle el pito) se iba a animar a saludarlos, pero no quiso.
 -Y si me disparaban con un rayo de la muerte -me dijo a mí después de que le gritamos que era un cagón.
 -Al que se anima le entrego a mi hermana -dijo el Chancho, el pibe más flaco del barrio, y carenciado de hermanas, salvo por el hermano mayor, que según mi papa los sábados por la noche se vestía de mujer para ir a bailar al pueblo de Alhlado (No me equivoco, se llamaba Villa de Alhlado).
 Por eso se rieron cuando yo, sin decir nada, me mandé hasta la nave, cruzando la avenida rapidito para esquivar al enfermero que empujaba la ambulancia del pueblo a una emergencia (Creo que la vieja Catatilde, se quedó dura cuando vio a los marcianos).
 De cerca la nave tampoco era cómo las de las películas. Esta era alargada, con una puerta corrediza al costado de la que salía un humo espeso y con olor a pata, desde el interior destellaba una bola que giraba lentamente repartiendo arco iris por dentro y fuera del cohete (Obvio que era el motor) Después de comerme con los ojos al vehículo, me acerque a uno que cargaba agua a un piquito que estaba escondido en la parte de adelante.
 -haceme la gamba, por favor, y teneme este corcho -me dijo el extraterrestre mientras me alcanzaba un objeto redondo y metálico muy caliente envuelto en una remera vieja.
Yo lo primero que hice fue mirar para atrás, a los pibes que no paraban de reírse y saltar. No era para menos, en mis manos tenía un objeto celestial autentico, que vagó por toda la galaxia antes de llegar a mi mano en una chomba llena de grasa y olor a pata.
 En medio de mi éxtasis el marciano me la quitó apenas terminó de cargar el tanque.
 -¿Tas bien, enano?
 Yo no dije nada.
 El marciano sacó de una bolsita un cigarrillito muy mal liado y me lo ofreció.
-¿Cuantos años tené?
Yo le mostré los diez dedos.
-Perdoná... Estaría copado regalarte una infancia feliz, pero lo único que tengo son estos billetes y esta libreta, después de ver este pueblo roñoso me doy cuenta que me quiero volver a la ciudad a buscar trabajo con mi viejo.
 Y sin más, me rascó la cabeza y se subió con los demás a la nave y se fue rapidisimo, volando bien al ras del suelo. Quizás para no asustarme.
 Los pibes festejaron cuando volví cómo si yo hubiera metido un gol de arco a arco en la canchita que el tuerto Felipe se armó en el fondo de la casa. Esa tarde hasta la llamaron a mi mamá para ver si podía salir por la radio del pueblo (AM Chinchilleta). Ella dijo que no y al mismo tiempo me sacó la plata verde espacial que me regaló el marciano con un chancletazo de yapa.
 La libreta me la quedé. Estaba llena de cosas raras escritas, todas en rimas que no se entendían, y es en una parecida donde ahora yo escribo esto.
 Cada vez que yo lo cuento, los de la ciudad, me dicen que no eran marcianos, que eran unos pijis, pero yo me pregunto: ¿Qué carajo iban a hacer unos pijis en un pueblo cómo el de mi infancia? No, yo creo que tenían que ser marcianos, como yo le escuché decir a Don Quique.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Nadia viaja en subte (1ra. parte)


¿Es raro encontrarse con un asiento vacío en un subte repleto? A veces pasa. Es obvio que dos personas no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo, incluso si una de las dos está muerta.
 Nadia ve cómo un hereje se arroja al asiento sin mediar en su presencia. Pero no falta mucho para que el insensato empiece a temblar por los escalofríos que da la superposición y al final abandone el vagón en la próxima estación para seguir a pie al amparo del sol.
 Ella, que ve los mundos de los vivos y los muertos a la vez, le gusta perderse en la soledad del subte. Medita mientras va y viene por el mismo recorrido una y otra vez. Sabe esconderse entre la multitud así los demás descarnados no la ven.
 Hoy la rutina es la de siempre, aunque desde hace un par de estaciones un vivo no para de sonreírle, trate de distraerse repasando las estaciones del mapa, siga con la cabeza el movimiento del vagón él no para de acosarla de lejos. Al final elije abandonar su asiento mientras el subte llega a una de las cabeceras, justo cuando ya casi no queda gente, para acomodarse en el extremo opuesto de la formación.
 Todos se bajan.
 Otros suben de inmediato.
 Muchos muertos van y vienen. Los que todavía no pueden creer que estén fallecidos tienen la costumbre de ir y venir como si fueran o volvieran del trabajo. Algunos lo hacen durante años, hasta que se dan cuenta que ya no saben si van o si vienen. Esta vez hay uno parado delante que soliloquea por un celular imaginario en una mano vacía. Repite lo mismo hace rato:
 - Escuchame vos. No... Escuchame vos. No... Escuchame vos. No.... Escuchame vos. No.... Escuchame vos. No.... Escuchame vos. No.... Escuchame vos. No.... Escuchame vos. No.... Escuchame vos. No. -y lo va seguir haciendo un rato largo.
 Nadia le tiene miedo a estos muertos, pero por tratar de sentarse más lejos termina rozándolo. El tipo hace una pausa para mirarla, antes de seguir con su letanía, pero sin perderle paso; incluso se mueve cuando ella se mueve, pendiente de cada paso.
 - Escuchame vos. No... Escuchame vos. No... Escuchame vos. No... Escuchame vos. No...
 Nadia se puso de pie con cuidado, sin soltarse de una de las barras del vagón antes de caminar por el pasillo esquivando vivos y muertos. No estaba seguro del mal que podía hacer un muerto a otro. Mejor no averiguarlo.
 -Perdon -dice sin ver para atrás, porque escucha:
 -Escuchame vos. No... Escuchame vos. No... Escuchame vos. No...
 De a poco empieza a perder la capacidad para ver a todos. La gente desaparece a lo largo del vagón a cada paso mientras las luces se apagan desde el extremo opuesto del tren.
 -Escuchame vos. No... Escuchame vos. No... Escuchame vos. No...
 Ahora hasta el motor del subte está mudo. Las palabras del muerto rebotan por todos lados:
 -ESCUCHAME VOS. NO... ESCUCHAME VOS. NO...ESCUCHAME VOS. NO...
 Quiere no prestarle atención, volver a su propio mundo, pero ignora cómo. Sabe que puede salir, sus manos rozan otros cuerpos, algunos cálidos y otros helados. Delante suyo una sombra se dibuja en el piso y crece por el vagón, con la proyección de una mano que estira unos dedos largos desde atrás. Los pelos de la nuca se le paran y ella se da cuenta que hace rato dejó de moverse.
 Un tirón desde el hombro y se acaba...

lunes, 20 de octubre de 2014

El ataque de los monstruos


Archibaldo nunca duerme antes de oír un cuento, ni siquiera la siesta, y su papá no se lo niega. Sin embargo, en una noche fría, cubierto hasta las mejillas con tres frazadas, dos edredones y un gorro de plush, Archibaldo no quiso un cuento cualquiera, quería una historia sobre la primera fábula que un papa contó para que un nene duerma tranquilo, sin que ningún monstruo se lo coma o, peor, lo despierte.
–¿Esa historia nunca te la conté?- preguntó el papá.
Archibaldo negó con la cabeza.
El papa lo pensó. Es una historia vieja, costaba acordarse cómo empezaba.
– ¿Me lo vas a contar o no? –dijo Archibaldo ansioso por oírla de una vez.
–Es que al primer chico que le contaron un cuento, no se lo contó su papa…

Antes la gente se pasaba el día enchufada a un cachivache: el “atontador”. No era malo, pero si uno le prestaba mucha atención olvidaba distinguir qué era verdad o mentira. Con el tiempo las personas creyeron que el atontador era la realidad y sus vidas un cuento. Estaban tan confiados, que cuando alguien quiso hacer una broma a través de este cachivache nadie se dio cuenta
Cuidado ciudadanos de la ciudad, que por las noches vagan monstruos hambrientos por toda la ciudad (el atontador repetía, pero ya nadie se daba cuenta) y se zampan ciudadanos descuidados de la ciudad. –Hubo imágenes raras para demostrarlo. Aunque no hacían falta ya, después de todo lo decía el atontador.
Nadie más quiso salir de noche… como los bomberos que hacían su turno. Tampoco trabajar, como los panaderos que horneaba el pan. Nadie ponía un pie fuera al anochecer, porque los monstruos podían zamparse a cualquiera sin excepción.
La noticia causo tanto revuelo qué, en vez de desmentirla, alguien prefirió abundar en ella. Después se escuchó decir al aparato:
Los monstruos ya no le tienen miedo al día, monstruosean para comerse a cualquiera que no sea monstruo y ande bajo el sol o las estrellas descuidado y sin saber que va a ser monstruosado de un tarascón. –Y había más imágenes que antes: sombras aterradoras, fotos borrosas, bocas abiertas fuera de foco.
Las plazas se vaciaron igual que las calles. Hasta la calesita giraba vacía.
Entonces el atontador dio la última noticia. La peor de todas:
Los monstruos parecen personas, se parecen a la persona que vive al lado de su casa o a la de la otra habitación o a la que tiene detrás ahora… Corra a esconderse.
Niños, adultos, valientes, cobardes, inteligentes o tontos se escondieron bajo las mesas, dentro de los armarios, en cajas de cartón, etc. Temblaban, esperando que un monstruo con forma de un pariente, un amigo o un conocido se los coma.

–¿Y que pasó? –preguntó Archibaldo.
–Ya va… no ves que tengo que hacer memoria porque no sé si se llamaba Pedro o Sergio. Ponele que era Sergio.

Sergio era el más miedoso. Tanto, que prefería hacer pis en una botella porque pensaba que los inodoros eran monstruos disfrazados.

–¿Y cómo hacía caca, papa?
–Shhhi… que esto es serio.

Sergio tenía miedo, pero con el tiempo empezó a tener hambre.

–¿Se estaba transformando en monstruo?
        ¡NO! Tenía hambre nomás… Y no me interrumpas de nuevo o dejo de contar.

Sergio pensaba en sanguchitos, en baldes de pochoclos y en jarras de jugo. Pero no quería dejar el escondite, aunque las botellas de pis apestaran. Hasta que un día entendió que ya no podía aguantar más. Soñó que comía una tarta de radicheta con una vaso grande de exprimido de remolacha. Y eso lo asusto. Algo había que hacer.
Llamó al dormitorio de su mamá.
–Tengo hambre –dijo.
–Fuera monstruo… no quiero que me comas –gritaron del otro lado.
Probó en el baño, donde se supone que se escondía su papá, y este no contestó. Tal vez el inodoro ya se lo había comido.
Caminó despacio hasta la cocina y en medio de los últimos rayos de sol vio una sombra alta y que se movía con pesadez.
–¡¡¡AAAAAAHHHHH!!! –grito Sergio.
La sombra se giró en seco y con sus arrugadas cejas y su arrugada boca y sus arrugadas manos lo agarró con fuerza.
– ¿Qué te pasa?
Sergio gritó un rato hasta que reconoció al abuelo. Después, cuando pudo hablar sin temblar, le contó lo qué pasaba. Claro, el abuelo no podía creer lo que oía y respondió:
–Los monstruos sólo existen en tu imaginación. Lo del atontador puede ser verdad, pero no quiere decir que sea cierto.
Sergio no le creyó. ¿Cómo algo puede ser verdad, pero no cierto?
–No te creo, es cierto porque lo dijo el atontador –dijo el nene, muerto de miedo.
El abuelo sabía que no era fácil explicárselo, prefirió calmarlo de otra forma.
–No hay monstruos… porque al ultimo lo cazó Gerardo de Rivia –dijo, encendiendo una vela –comé conmigo esta ensalada de rabanitos que te lo cuento.
Entonces el abuelo contó la historia de una princesa que se transformó en una bestia horrible por un encantamiento maligno y de cómo su padre contrató a Gerardo para que juegue con ella (O corra de ella) hasta que un gallo cante tres veces.
Mientras comía y bostezaba Sergio pensó que su abuelo mentía, eso nunca pasó… pero sin embargo era cierto. Cada palabra era cierta y al final Sergio se durmió.
La noche pasó y el nene, dormido en medio del living, notó que ningún monstruo lo devoró. Entonces corrió hasta el altillo, donde vivía el abuelo y lo despertó.
–Abuelo, abuelo… Ahora entiendo –dijo.
El abuelo sonrió.
–Ahora sabes que los monstruos no existen.
–No abue… los monstruos existen y se comen a la gente… lo dice el atontador… pero vos, con tus cuentos, los alejas.
El abuelo se llevó las manos a la cabeza y se fue a dormir.
A la noche, mientras el abuelo se preparaba la comida, Sergio apareció en la cocina y se quedó en un rincón. Al rato bajo su mamá y su papa, para ocupar los otros rincones.
–Sergio nos dijo que cuando contás historias los monstruos no vienen… contanos una a los tres –dijo la mamá de Sergio.
–Por fa – dijo el papá.
El abuelo preparó empanadas de alcaucil y jugo de acelga. Con un suspiro empezó otra fábula. Les contó la historia de un señor que se puso un pulóver tan estirado que al final se fue a vivir ahí, cultivando gardenias en las mangas y con una moqueta en la siza.
Todos rieron, comieron y se durmieron… y los monstruos no vinieron esa noche.

– ¿Y que pasó después?– pregunto Archibaldo
–Los papas se lo contaron a los vecinos y antes de dormir todos vinieron a oír las historias que contaba el abuelo para espantar a los monstruos. Con el tiempo otros abuelos y otros padres recordaron historias o las inventaron para espantar a los monstruos.
Archibaldo lanzó un largo bostezo antes de preguntar:
– ¿Y papá? ¿Esto pasó de verdad o lo inventaste?
El padre sonrió mientras Archibaldo se dormía.
–Lo inventé para vos… y sin embargo es cierto.

Biblioteca espiritual

Su mala fama es tan inconmensurable que no hace falta que diga su nombre para que cualquiera, sobre todo los que nunca leyeron sus libros, sepan de quién hablo. Todas sus opiniones en materia de estética, política y religión siempre se deformaron en esa lamentable costumbre de la edición, la cita desnaturalizada y su propia forma de hablar. Pero es que a pesar de eso, o tal vez por eso, que incluso con su difícil lectura muchos conocimos el grueso de su obra. Toda sería una imposibilidad matemática, porque es obvio que después de muerto su obra más fragmentada e intensa es victima de ediciones pérfidas vendida a lo largo de las librerías del mundo.
  Tuve, de causalidad, la suerte de conocerlo en su último mes, postrado en una cama de la mejor clínica  y dos confesiones personales me regaló y que nadie jamás quiso repetir en letras capitales: nunca pude enamorarme y mi obra completa es absolutamente plagiada.
 La primera no me resultó especial. Todos los que creíamos conocerlo estábamos seguros que él jamás alcanzó a sentir por nadie algo más que una admiración distante, pese a que muchos de sus personajes eran dolorosamente sentimentales e incapaces de controlar sus emociones.
  Es obvio que la segunda confesión tampoco me resultó en un principio digna de mención. Toda su obra parecía extraída de una suma de reinvenciones mitológicas, simbólicas y proféticas que nos sitúa al autor dentro de podio de aquellos que parecen vigilantes eternos de los sueños. Es obvio que desde Pierce hasta ahora nadie cree en la generación espontanea, todos sabemos que Carpenter plagió a Lovecraft, que éste plagio a Poe y que éste a su vez a otro. Pero cuando le mostré mi falta de sorpresa, él insistió.
  "-¡Es que todo lo plagié!-" me gritó en un desperdicio de su aliento.
No quise contradecirlo y durante un rato hable sobre su capacidad para emular en la prosa ciertas características de la poesía japonesa. Pero tuve que volver al tema, aunque la verdad es que tenía miedo de procurarle un disgusto.
Le comenté que es imposible. Que con tanto envidioso cualquier plagio es detectado en el instante.  Entonces él suspiró de alivio.
  -Hay una biblioteca de la que fagocito infinitos folios con nombre sugerentes, cada día nuevos ejemplares se le suman. Algunos pueden ser horrendos, pero a diferencia de otros libros, puedo captarlo al instante. En cambio los que son buenos, buenos de verdad, no son lectura. En cada hoja vieja y gastada la permutación de signos se convierten en la invocación multidimensional de una realidad paralela. Odiaba la ciencia ficción hasta que descubrí un libro que se llama "Portuario". Es sobre un encargado de un puerto perdido en el espacio profundo que luego de enterarse cómo una enfermedad letal acabó con toda la humanidad, tiene el primer contacto con una civilización extraterrestre y él no tiene más opción que contarles lo que fue la humanidad. "Muertepolis" una poesía épica que relata la interminable envidia que siente la vida por su hermana temible, famosa y respetuosa: la muerte. "Tolemac" una visión escéptica y obscena del Rey Arturo...
Hice un gesto para pedirle un segundo. Tolmac era una de sus novelas y se trataba de eso justamente.
  Me sonrió.
  -Toda mi obra... -hizo una pausa para gastarse un fin de semana entero de aliento en reír a carcajadas -Es lo que mi pudor, mi memoria y editores me dejaron plagiar. Mis novelas son fragmentarias, carentes de cohesión y menos que los garabatos de un infante comparada con los originales. Será por eso que en el fondo, todo el mundo me odia.
  "Ahora déjeme solo. Estoy cansado de hablar."
Me retiré con ganas de inclinarme en señal de respeto, pero ahora me sentía tan enojado con él que no quería hacer otra cosa más que encontrar esa biblioteca y dar a conocer al mundo todas esas obras que permanecen ocultas. Sé que en algún lugar del mundo se esconden de la mirada pedestre del simple, miles de ejemplares que nunca van a ser publicados, porque su propia existencia contradicen el devenir simplista de las academias y los libros de historia. Me imaginaba a ... (perdón, casi lo nombro sin querer) hurgando entre manuscritos mal caligrafiados obras capaces de apagar la curiosidad que nos produce "El misterio de Edwin Drood", "trabajos de amor ganados" o hasta la mayoría del magnun corpus de Sófocles.
Un cuarto de hora después de despedirlo desande mis pasos, pero no alcancé a cruzar la puerta. Me quedé perplejo al verlo sentado en su cama, siguiendo con susurros la lectura de un libro cuyas paginas pasaba con deleite. Un libro que para mí y cualquier otro era invisible.

jueves, 16 de octubre de 2014

Nadia, la mediadora.

Nadia toma de la mano a Ruth en el pasillo de su casa. Está oscuro y eso no le ayuda a dejar de temblar.
-Nada muere del todo –recita Nadia con voz pausada mientras acaricia a la pobre mujer. -Siempre queda un recoveco de información escondida en alguna parte.
Ruth infla el pecho por reflejo y asiente con la cabeza.
-¿Sabés dónde puede estar ahora? –le pregunta Nadia.
Ruth sonríe y con un gesto señala el final del corredor.
-A veces lo escucho –dice mientras se adentran– otras veces tengo la impresión de verlo recostado contra el escritorio… nunca dura mucho.
Se detienen antes de llegar al final del corredor, donde está la mayor actividad. Ruth traga saliva y se queda mirando el piso.
-¿Le tenés miedo? –pregunta Nadia.
Ruth se encoge de hombros.
-No es eso… Es que me da pena, me gusta que siga cerca mío, pero verlo llorar tanto, encontrar mi perfil en la pantalla cada vez que entro en la habitación me lastima. Quiero que se vaya de la casa, que no pierda tiempo. Quiero que no me olvide, pero ya no puedo estar así…
Las dos se sonrieron.
-Te entiendo –confiesa Nadia.
Ruth trata de soltarse, pero Nadia no la deja.
-Hacelo sola –le dice - ¿No lo podés hacer sin mí?
Nadia deja de apretarle la mano. Ahora le acaricia la palma, segura de que ella no puede sentir cosquillas ni picazón.
-Sí y él se va a ir, pero no por amor. Lo puede empujar el olvido, la desesperanza, el miedo… pero su espíritu va a quedarse en esta casa, sin importar que tan lejos se escape, y eso no te va a liberar.
-Le tengo miedo.
Nadia sonríe y la ayuda con amabilidad.
-¿Esta ahí? –pregunta Ruth.
Nadia cabecea para mirar dentro y asiente.
Ruth no alcanza a ver nada, por eso Nadia está con ella. Es de las pocas que puede. Para cualquiera sólo se distinguen las huellas de la presencia: un televisor prendido en un mismo canal, un libro en una mesa con un señalador dentro, una foto fuera de un álbum, un mp3 con las mismas canciones.
Nadia se acerca sin soltar a Ruth. Recién a un metro de la computadora traslada la mano de esta última al hombro y en silencio, abraza el aire alrededor de la silla. Inclina un poco la cabeza y empieza susurrar algo a un oído que nadie más puede ver.
-Nada muere del todo –dice –y los que nos quieren nunca nos abandonan, aunque no los podamos ver. Escuchamos sus pasos detrás de los nuestros, sentimos sus miradas desde algún rincón. Pero hay que seguir adelante, caminar por un sendero nuevo. Crearnos un alma para nosotros mismo que sobreviva al inevitable final.
De golpe Ruth pudo verlo con toda claridad. La barba de tantos días sin afeitar, los ojos rojos de tanto llorar. Se despega de Nadia y la imagen continua, ahora puede acariciar esa frente calva, esas mejillas que raspan, oler la humedad en la ropa.
-Él se merece una despedida –dice Nadia.
Ruth acerca los labios a la boca del hombre y deposita un roce. Él reacciona con incredulidad antes de sonreír. Se incorpora despacio, cómo quien recién se despierta y después de dar un paso, desaparece.
- ¿Terminó? –Dice Ruth mientras se seca unas lágrimas que no existen –Me siento alivianada.
Nadia le sonríe antes de señalarle la puerta.
-¿Qué quiere decir eso? –pregunta Ruth mientras Nadia apoya las dos manos en sus mejillas. Las manos de esta última están tibias.
-Los vivos ya no habitan en esta casa, ahora es el turno  que los muertos también la abandonen –dice, casi en un susurro –Hay que dejar el espacio libre para que nuevos mortales y difuntos la habiten.
La expresión de Ruth se volvió ansiosa.
-Ahora podés ir donde quieras… podés seguir del otro lado sin miedo, sin dolor, sin tristeza.
Ruth inspiro hondo y dio el primer paso. No le dijo a Nadia gracias ni chaú, solamente dio un paso y desapareció.
Sin nada más para hacer, Nadia dedicó un segundo a disfrutar del silencio. El silencio antes de desaparecer.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Los multiversos de la mente

Hace poco o mucho hubo un mundo en el que nadie tenía nada para contar. Un mundo de puro presente, sin ningún universo más allá del evidente. Entonces algún tipo de humano tuvo la necesidad de limpiarse las manos contra la pared de una cueva e inaugurar algo parecido al arte pictórico.
Luego un mero recurso contable se convirtió en una forma de asentar las esperanzas, las penas, las creencias y todo lo demás que se puede dibujar con palabras.
Es en este momento que el universo se expande y multiplica los sueños abandonan el hostel saturado de la imaginación y reclama su lugar en cuevas, en placas de barro y piedra, en cerámica, en papel, etc.
Entonces descubrimos que con cada nueva historia se abren universos de posibilidades. Ensayos de mundos posible e imposibles que alejan la soledad, la tristeza, la ignorancia. En palabras o dibujos todo se vuelve verosímil. Vamos y venimos en el tiempo y el espacio, no nos importa la física ni mentir. Porque la verdad es el responso de los que no saben vivir en paz y la mentira la única forma de distinguir un mundo que nada más podemos alcanzar con la imaginación y que al final solo se interpreta a si mismo con cada nuevo parpadeo.
Sherlock Homes existe. Superman también. Los volvimos cercanos y proactivos. Nos enseñan a ser mejores, aunque por nuestra culpa tengan el defecto de la inmortalidad.
Todo lo que sentimos es un espejismo, todo lo que pensamos esta limitado, todo lo que soñamos es olvido. Al final, la verdad no hace libre a nadie, nada más atrae la soledad.