jueves, 23 de octubre de 2014

Un cuento mal escrito que no le importa a nadie, de alguien que se ve a si mismo importante

 Yo me acuerdo que en mi más tierna infancia (Allá en Villa Capibara Cueh, provincia de San Chijiro Probeta) llegó un plato volador con tres marcianos dentro. Todo pasó mientras yo me rascaba el culo en la calle principal de mi pueblo. Todavía yo me acuerdo que hacía ese calor que ablanda el asfalto hasta el punto que las Topper se te hunden hasta la mitad de los tobillos cuando los vi bajar de la nave.
 Todos, sobre todo yo, nos llevamos la sorpresa cuando notamos que no eran como nos mostraban las películas de joliwwud: no eran verdes ni tenían antenas en las cabezas. Estos eran flacos, con pelos largos enrulados, barbas hasta el comienzo del escote de unas remeras agujeradas con un olor feo y una forma media rara de caminar por unas botas espaciales que parecían unas chancletas.
 Todos al verlos, yo fui el primero, caminamos hasta el almacén de Don Quique después que los tres pasaron por el local a buscar tres cervezas artesanales bien frescas de la marca que nada más se consigue en Villa Capibara Cueh... En qué estaba. Sí, ya sé. Cuando yo le pregunté a Don Quique si eran o no marcianos él me dijo:
 -Y sí, pibe ¿Qué duda te entra? -dijo el viejo con la voz muy ronca, aunque yo no sabía si fumaba o no -Vinieron y me hablaron de amor, paz y no sé qué del poder de las flores. Marcianos eran. Marcianos greñosos.
 Yo entendí que entonces era cierto. Tenían que ser marcianos.
 Entre los pibes empezamos a empujarnos para ver quién se animaba a preguntarles de que planeta venían. Yo pensé que mi amigo Piculi ( le deciamos Piculi, porque era tan gordo que el culo ya se le había ido para adelante hasta comerle el pito) se iba a animar a saludarlos, pero no quiso.
 -Y si me disparaban con un rayo de la muerte -me dijo a mí después de que le gritamos que era un cagón.
 -Al que se anima le entrego a mi hermana -dijo el Chancho, el pibe más flaco del barrio, y carenciado de hermanas, salvo por el hermano mayor, que según mi papa los sábados por la noche se vestía de mujer para ir a bailar al pueblo de Alhlado (No me equivoco, se llamaba Villa de Alhlado).
 Por eso se rieron cuando yo, sin decir nada, me mandé hasta la nave, cruzando la avenida rapidito para esquivar al enfermero que empujaba la ambulancia del pueblo a una emergencia (Creo que la vieja Catatilde, se quedó dura cuando vio a los marcianos).
 De cerca la nave tampoco era cómo las de las películas. Esta era alargada, con una puerta corrediza al costado de la que salía un humo espeso y con olor a pata, desde el interior destellaba una bola que giraba lentamente repartiendo arco iris por dentro y fuera del cohete (Obvio que era el motor) Después de comerme con los ojos al vehículo, me acerque a uno que cargaba agua a un piquito que estaba escondido en la parte de adelante.
 -haceme la gamba, por favor, y teneme este corcho -me dijo el extraterrestre mientras me alcanzaba un objeto redondo y metálico muy caliente envuelto en una remera vieja.
Yo lo primero que hice fue mirar para atrás, a los pibes que no paraban de reírse y saltar. No era para menos, en mis manos tenía un objeto celestial autentico, que vagó por toda la galaxia antes de llegar a mi mano en una chomba llena de grasa y olor a pata.
 En medio de mi éxtasis el marciano me la quitó apenas terminó de cargar el tanque.
 -¿Tas bien, enano?
 Yo no dije nada.
 El marciano sacó de una bolsita un cigarrillito muy mal liado y me lo ofreció.
-¿Cuantos años tené?
Yo le mostré los diez dedos.
-Perdoná... Estaría copado regalarte una infancia feliz, pero lo único que tengo son estos billetes y esta libreta, después de ver este pueblo roñoso me doy cuenta que me quiero volver a la ciudad a buscar trabajo con mi viejo.
 Y sin más, me rascó la cabeza y se subió con los demás a la nave y se fue rapidisimo, volando bien al ras del suelo. Quizás para no asustarme.
 Los pibes festejaron cuando volví cómo si yo hubiera metido un gol de arco a arco en la canchita que el tuerto Felipe se armó en el fondo de la casa. Esa tarde hasta la llamaron a mi mamá para ver si podía salir por la radio del pueblo (AM Chinchilleta). Ella dijo que no y al mismo tiempo me sacó la plata verde espacial que me regaló el marciano con un chancletazo de yapa.
 La libreta me la quedé. Estaba llena de cosas raras escritas, todas en rimas que no se entendían, y es en una parecida donde ahora yo escribo esto.
 Cada vez que yo lo cuento, los de la ciudad, me dicen que no eran marcianos, que eran unos pijis, pero yo me pregunto: ¿Qué carajo iban a hacer unos pijis en un pueblo cómo el de mi infancia? No, yo creo que tenían que ser marcianos, como yo le escuché decir a Don Quique.

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