lunes, 20 de octubre de 2014

Biblioteca espiritual

Su mala fama es tan inconmensurable que no hace falta que diga su nombre para que cualquiera, sobre todo los que nunca leyeron sus libros, sepan de quién hablo. Todas sus opiniones en materia de estética, política y religión siempre se deformaron en esa lamentable costumbre de la edición, la cita desnaturalizada y su propia forma de hablar. Pero es que a pesar de eso, o tal vez por eso, que incluso con su difícil lectura muchos conocimos el grueso de su obra. Toda sería una imposibilidad matemática, porque es obvio que después de muerto su obra más fragmentada e intensa es victima de ediciones pérfidas vendida a lo largo de las librerías del mundo.
  Tuve, de causalidad, la suerte de conocerlo en su último mes, postrado en una cama de la mejor clínica  y dos confesiones personales me regaló y que nadie jamás quiso repetir en letras capitales: nunca pude enamorarme y mi obra completa es absolutamente plagiada.
 La primera no me resultó especial. Todos los que creíamos conocerlo estábamos seguros que él jamás alcanzó a sentir por nadie algo más que una admiración distante, pese a que muchos de sus personajes eran dolorosamente sentimentales e incapaces de controlar sus emociones.
  Es obvio que la segunda confesión tampoco me resultó en un principio digna de mención. Toda su obra parecía extraída de una suma de reinvenciones mitológicas, simbólicas y proféticas que nos sitúa al autor dentro de podio de aquellos que parecen vigilantes eternos de los sueños. Es obvio que desde Pierce hasta ahora nadie cree en la generación espontanea, todos sabemos que Carpenter plagió a Lovecraft, que éste plagio a Poe y que éste a su vez a otro. Pero cuando le mostré mi falta de sorpresa, él insistió.
  "-¡Es que todo lo plagié!-" me gritó en un desperdicio de su aliento.
No quise contradecirlo y durante un rato hable sobre su capacidad para emular en la prosa ciertas características de la poesía japonesa. Pero tuve que volver al tema, aunque la verdad es que tenía miedo de procurarle un disgusto.
Le comenté que es imposible. Que con tanto envidioso cualquier plagio es detectado en el instante.  Entonces él suspiró de alivio.
  -Hay una biblioteca de la que fagocito infinitos folios con nombre sugerentes, cada día nuevos ejemplares se le suman. Algunos pueden ser horrendos, pero a diferencia de otros libros, puedo captarlo al instante. En cambio los que son buenos, buenos de verdad, no son lectura. En cada hoja vieja y gastada la permutación de signos se convierten en la invocación multidimensional de una realidad paralela. Odiaba la ciencia ficción hasta que descubrí un libro que se llama "Portuario". Es sobre un encargado de un puerto perdido en el espacio profundo que luego de enterarse cómo una enfermedad letal acabó con toda la humanidad, tiene el primer contacto con una civilización extraterrestre y él no tiene más opción que contarles lo que fue la humanidad. "Muertepolis" una poesía épica que relata la interminable envidia que siente la vida por su hermana temible, famosa y respetuosa: la muerte. "Tolemac" una visión escéptica y obscena del Rey Arturo...
Hice un gesto para pedirle un segundo. Tolmac era una de sus novelas y se trataba de eso justamente.
  Me sonrió.
  -Toda mi obra... -hizo una pausa para gastarse un fin de semana entero de aliento en reír a carcajadas -Es lo que mi pudor, mi memoria y editores me dejaron plagiar. Mis novelas son fragmentarias, carentes de cohesión y menos que los garabatos de un infante comparada con los originales. Será por eso que en el fondo, todo el mundo me odia.
  "Ahora déjeme solo. Estoy cansado de hablar."
Me retiré con ganas de inclinarme en señal de respeto, pero ahora me sentía tan enojado con él que no quería hacer otra cosa más que encontrar esa biblioteca y dar a conocer al mundo todas esas obras que permanecen ocultas. Sé que en algún lugar del mundo se esconden de la mirada pedestre del simple, miles de ejemplares que nunca van a ser publicados, porque su propia existencia contradicen el devenir simplista de las academias y los libros de historia. Me imaginaba a ... (perdón, casi lo nombro sin querer) hurgando entre manuscritos mal caligrafiados obras capaces de apagar la curiosidad que nos produce "El misterio de Edwin Drood", "trabajos de amor ganados" o hasta la mayoría del magnun corpus de Sófocles.
Un cuarto de hora después de despedirlo desande mis pasos, pero no alcancé a cruzar la puerta. Me quedé perplejo al verlo sentado en su cama, siguiendo con susurros la lectura de un libro cuyas paginas pasaba con deleite. Un libro que para mí y cualquier otro era invisible.

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