martes, 4 de noviembre de 2014

Cosas locas

E
s gracioso descubrir la cantidad infinita de mundos que se esconden en los lugares más insignificantes. Creo que Jessica no pensó en eso antes de mirar durante horas a través de la puerta del negocio de ropa donde trabaja. Es que este paisaje es tan transitorio y continuo que cualquiera queda hipnotizado, aunque más no sea por aburrimiento. Personas que van de derecha a izquierda, unos más apurados que otros, algunos que se paran a mirar la vidriera, la dueña del negocio que se asoma bajo el dintel a ver si un monstruo se devoró los clientes. Y todo sucede mientras la vida continúa, mientras ella dobla suéteres, remeras y pantalones; o barre el piso o hace fuerza para que los minutos vuelen.
Si no fuera por los locos de la librería. Se nota que vender libros es mucho más sencillo que vender ropa. No hay que lidiar con talles, un libro le calza a cualquiera, nadie pregunta si adelgaza más Wilbur Smith o Bolaños, ni buscan combinar la cartera o los zapatos con la tapa del “Código Da Vinci”. La gente que lee debe ser educada y amable:
–Me llevo éste cuentito para el fin de semana– deben oír en la librería, y no: –Pero mocosa, me dijiste que éste vestido me hacía más flaca.
A lo cual Jessica aprendió a responder:
–Pero, por supuesto… – En vez de: –Por supuesto, ¡gordita! Las rayas verticales adelgazan, pero ni con una cebra sobre la panza podes esconder esos flotadores.
Los de la librería si que se ríen. Es lo que más hacen, Jessica siempre los ve divertirse, después de todo el local es más grande que la tienda de ropa. Es un espacio abierto, con una entrada enorme que una mesa de libros en oferta apenas interrumpe, iluminado por el sol durante el día y un montón de tubos fluorescentes para la noche. Jessica pasa horas en un lugar que uno recorre completo en tres pasos. Además ellos tienen el mostrador al fondo, al extremo opuesto de la entrada.
Al extremo opuesto de su mundito.
Y se ríen. Son sólo cuatro y no paran de reírse. El flaco morocho se ríe con suavidad, sin moverse mucho. El grandote de anteojos da carcajadas que se pueden oír a través de la calle y no tiene problemas en doblar la cintura para recuperar el aliento. La cajera es pequeñita y delgada, y a pesar de ponerse seria mientras los demás se ríen, ella también lo hace, tapándose la boca, como si temiera que alguien la vea. Y al final queda ése… ése que es un poco más pequeño que el grandote, pero más robusto que el flaco… ése que a veces se viste como un rabino y otras parece un chico de la calle… ése mismo que hace poco empezó a trabajar y que los demás se quedan atentos a lo que dice antes de explotar en carcajadas… ése que mira a Jessica desde el otro extremo de su mundito, pero que jamás saluda.
A veces Jessica se pregunta que papel juega ése en aquel mundo. No ocupa ningún lugar importante, no se resalta por nada en particular, ni siquiera parece simpático… En realidad todo lo contrario. Cuando no hace nada se queda de pie, con los brazos cruzados hacia atrás, las piernas abiertas y la vista fija en la pared detrás de ella.
Aún así pasan tantas horas que cada detalle empieza a sumar: él almuerza una manzana, habla con los clientes como si fueran sus amigos, limpia los estantes pero acomoda los libros a la fuerza, se la pasa garabateando en cada papel que encuentra… Es complicado explicarlo, pero de a poco, se arma algo… algo más o menos parecido a una persona. Igual que en un rompecabezas.
Y él es un rompecabezas, aunque no uno de esos a los que uno se acostumbra. Porque en un puzzle uno pone la última pieza y lo que parecía un velero es un velero, no un león.
Imaginate la situación.
Vos te pones a doblar por enésima vez una remera que cada dos minutos alguien se quiere probar y nunca se llevan. Ves que estos se siguen riendo ¿De qué? Ni Jessica ni nadie sabe. Para esta altura más que curiosidad da envidia. De pronto el estomago se queja y a ella la tarde se le hace tan larga que hasta siente en la boca el gusto dulzón del antojo.
–¿Puedo ir al kiosco a comprar galletitas? –dice Jessica, mirando a su jefa.
–Cuando termines de doblar eso –no lo dice autoritaria ni soberbia, hasta parece maternal.
–Pero es que la doblé tantas veces que la tela ya tiene mis huellas digitales.
La mirada de Jessica vuelve a la escena de siempre. Esta vez el grandote habla con la cajera, hace gestos de enojado y ella le responde de la misma forma mientras el flaco habla por el teléfono, de espaldas a la entrada. ¿Dónde está el otro?
En realidad ni siquiera lo piensa demasiado, baja la vista para mover lo que esta doblado a un lado. Y es en ese preciso momento que ve zamparse dentro de su mundito a ése, él que se le había perdido. Ése que no es uno, ni otro, ni otra ¿Por qué la gente no llevará una credencial con el nombre colgada todo el tiempo?
Apenas dice un hola entre dientes, antes de desenfundar un chocolate.
–¿Para mí? –pregunta Jessica.
–Sí –responde él.
–¿Gracias? –se le escapa decir a ella.
Y sinceramente, me gustaría describir un dialogo más florido, lleno de ironía o giros galantes… pero eso fue lo que pasó.
Ni siquiera su jefa, desesperada por darle a la situación algo de gracia, pudo lograrlo al gritarle:
–¡Dale un beso! Es la semana de la dulzura.
La escena se dispersó en un suspiro. Él se fue y todo volvió a estar en equilibrio, en apariencia.
Uno paga la entrada, se acomoda en la butaca, mira y presta atención, al menos cuando pasa algo interesante. Nunca se espera que desde la pantalla le lancen una granada sin espoleta.

E
n los días siguientes Jessica hizo todo a espaldas del otro extremo del mundo para no mirar a través de la entrada. Limpiaba el probador, sacudía el polvo, enceraba… Nadie la recordaba tan activa, al menos no a ése nivel. En realidad lo hizo por una buena razón: durante unos días los que conocían la historia se la contaban a quien conocían. Por poco ya empezaba a volverse una leyenda urbana. En realidad había tan poco para contar que cada uno le añadía un detalle más, algunos creativos y otros penosos.
Entonces no hay ningún motivo para dedicarle más atención al exterior.
Sin embargo, muy a pesar suyo, la curiosidad es implacable. A cada rato lanza toda clase de miradas hacia fuera: de esas de reojo que pretenden indiferencia, de esas casuales que pasan rápido, el viejo truco de la polvera o quedarse con la vista suspendida cuando alguien pregunta algo, algo así como un no veo, no veo es sólo que estoy pensando. Esta última es mi preferida.
Lo cierto es que por algunos días funciona. Nada excepcional vuelve a pasar y ella regresa a su rutina… Pero lo realmente cierto es que tampoco la rutina es tan buena como parece. A veces pienso en ella y lo primero que me viene a la mente es que aún queda mucha ropa por doblar. Ropa que tiene impregnada el perfume de tantos desconocidos, estirada en tantas partes y formas que es posible que las mangas ya no puedan volver a plegarse nunca más.
Creo que esta precisamente imaginando esa pesadilla cuando alguien le dice:
–Ya es hora de cerrar Jessi… ¿Por qué no bajas la cortina?
Jessica ni siquiera mira a su alrededor para buscar alguien más a quien mandar en su lugar y con estirar el brazo gira el interruptor de la cortina mecánica. Al final, media alegre por terminar el día, media decaída por el sueño, tomó la puerta y la arrastró hasta la entrada.
No esta atenta a nada en particular, ni piensa en nada que no fuera rascarse la nuca con una mano mientras se escapa de su boca un bostezo de esos que te hacen doler la cara. En ningún momento sus ojos se adelantan, ni siquiera parece entusiasmada con volver a distraerse con el mundo exterior.
>> ¿Qué estupidez? << piensa mientras una leve sonrisa se asoma en el borde de sus labios.
Casualmente mira hacia delante… para ver un cortinado negro y las rejas de las vidrieras puestas, la librería estaba cerrada. El telón cayó antes que la fila acabe de entrar al teatro.
Jessica no alcanza a expresar con pensamientos lo poco que le importa eso. Todo lo contrario:
–No sólo se ríen todo el día, ahora resulta que salen más temprano –se dice entre dientes antes de girar sobre sus talones.
Sin querer se cruza con su compañera y ella la mira con un cierto aire sospechoso.
–¿Cómo está la calle? –le pregunta, conteniendo una sonrisita burlona.
Jessica gira la mirada hacia fuera.
–Fría –arriesga al ver que la peatonal estaba más desierta que nunca.
De a poco, lo que en un comienzo asomaba igual a una sonrisa burlona, se transformó en una expresión extraña, de esas en las que uno se reconoce ignorante de algún detalle.
–Hoy, mientras te la pasabas trapeando y sacudiendo… –le confiesa su compañera –…tu amigo se la pasó pidiéndome que te llame.
–¿Cuál amigo? ¿De dónde? ¿Para qué? ¿Me estás cargando?
Su compañera no sabe qué responderle primero, a decir verdad para esa altura ya siente que metió la pata donde no debía. Más cuando al no responderle Jessica se puso en puntas de pie para mirarla directo a los ojos e insistirle que hable de una vez.
–¡Calmate! Yo nada más sé que el de la librería quería que lo mires hacerte una seña.
El mentón de Jessica dio un salto… una forma tosca de preguntar:
–¡¿Qué seña?!
–Que sé yo… se pasó la mano delante de la cara y te señaló con el dedo menor.
Jessica abre la boca pero no llega a decir nada.
–Y antes que me preguntes… NO TENGO LA MENOR IDEA DE QUÉ QUIERE DECIR. Hoy es sábado ¿por qué no esperás hasta el lunes y se lo preguntás a él?

J
essica se pasó buena parte del regreso a casa, de la cena, la noche y el domingo pensando en el significado oculto que podía tener pasarse la mano por delante de la cara y señalar a alguien. Seguramente nada bueno.
Es cuestión de pensarlo con algo de lógica. Pasarse la mano por delante de la cara… taparse la cara… Es clarísimo: no soporto verte todo el tiempo. Y lo de señalar con el dedo menor... más claro que lo otro: Sos corta… ¿Qué quiere decir ser corta? Corta de cabeza, de entendimiento. ¿Ah no? ¿No será que quiso decir que ella es pe… una en…? Eso si que Jessica no se lo permite a nadie.
A NADIE.

E
l lunes siguiente es una rara oportunidad para que el mundo de Jessica empiece más temprano. Se despierta, desayuna, baña y viste mucho antes de lo que está acostumbrada. Sin embargo ni siquiera repara en eso, lo único que le interesa es avanzar por la peatonal a paso firme sin importarle nada más que llegar a donde va.
Vestida con una parca oscura ni siquiera mira hacia los costados, a decir verdad tampoco hacia delante. Avanza a trancos tan lar­gos que el pantalón aprieta sus piernas igual que un torniquete. El aire helado se entibia al tras­pasar los agujeros de su nariz y abandona su boca cómo un vapor espeso y húmedo. Sin darse cuenta parece una locomotora a punto de atropellar medio Quilmes.
Así y todo llegó a su trabajo respirando hondo, igual que al final de una carrera. Lastima que faltaba una hora para que la dueña abra el negocio, y lo único con lo que se encuentra es una cortina baja, y dos o tres maniquís sin cabezas vestidos con ofertas. ¿En qué piensa? Creo que ni ella está muy segura. Gira lentamente sobre sus talones y descubre el telón negro de la librería. Ni siquiera ellos abrieron… todavía.
Sin que llegue a contar hasta diez, una chica delgadita y de andar distraído llega a la entrada de la cortina. Parece miedosa, mira hacia los costados y se queda parada junto a la entrada, tal vez esperando a alguien. Jessica le da la espalda, pero al cabo de un segundo empieza a caminar hacia ella.
–Hola –le dice la chica al reconocerla –¿Ustedes no abren a las diez?
Jessica no le responde el saludo, ni siquiera le responde con algo más que un salto de hombros.
La chica prende un cigarrillo y le ofrece el paquete a Jessica.
–Gracias, no fumo.
Por un momento no hablan, evitan mirarse, aunque en el caso de la chica es por falta de confianza.
–No me gusta abrir sola –dice la chica, mirando la llave de los candados –. No te molesta ayudarme mientras destrabo la cortina… teneme el pucho.
Mientras destraba un candado mira a Jessica otra vez.
–Escuché que te llamás Jessica… –dice – Yo soy Miriam.
Por momentos la voz de Miriam se ahoga, es que con el frío es difícil girar una llave sin sentir que las manos se te rompen en el intento.
–Ya está, pasá –dice Miriam antes de abrir la puerta de la librería… Los otros chicos no van a tardar en llegar.
Todo está a oscuras, así que Miriam sumerge su mano detrás de unos libros y acciona un interruptor. No sólo las luces se encienden, la radio comienza a sonar tan fuerte que Jessica da un salto.
–Otro día –dice Miriam mientras guarda las llaves en el bolso –. Los chicos se ríen cuando digo esto, pero cada vez que entro tengo miedo de quedarme encerrada y no poder volver a mi casa.
Jessica, no muy segura de quedarse charlando o volver a la calle, le comenta:
–Te gustaría quedarte durmiendo.
Miriam, a punto de meterse detrás del mostrador, niega con la cabeza.
–Me gustaría quedarme con mi hijo.
–¿Tenés un hijo? –pregunta Jessica sorprendida, cómo si la conociera de toda la vida –No sabía.
Miriam asiente.
–Todos tenemos hijos… Bueno, todos menos uno.
Jessica de golpe se acuerda de todo y los hombros empiezan a endurecérseles. Miriam ni siquiera lo nota, y sigue charlando como si nada.
–Bueno, la verdad es que no sé si tiene hijos o no –confiesa –. Siempre hace chistes con eso… Bueno, la verdad es que hace chistes con todo. Me acuerdo que una vez yo conté que mi primer…
–Seguro que yo le debo causar mucha gracia… –interrumpe Jessica de repente.
Miriam tarda un instante en dejar de hablar.
–No creo –le responde cuando capta la onda del asunto –él siempre está pendiente… Dice que en un trabajo que tuvo aprendió a leer los labios, que todo lo que te pongas te queda bien… Un día estuvo a punto de mandarte un café con el mozo porque te veía con cara de sueño.
Jessica respira hondo, no tiene forma de esconder lo ofendida que está.
–¿Tan al cuete están que se pasan chusmeando la vida ajena?
El tono de la pregunta fue tan duro que Miriam deja su bolso a un costado y se refugia un poco más en la seguridad del mostrador.
Un ruido atronador rompe la tranquilidad y Jessica ve en la entrada una figura enorme que se abalanza dentro.
–Buen día, gente –dice el grandote, ese que se ríe a carcajadas.
Detrás aparece el morocho, que se limita a saludar con la mano mientras el grandote empieza a quitar la puerta antes de levantar la cortina mecánica.
Cuando notan a Jessica se sorprenden, pero es el grandote el único en decir algo:
–¿Ustedes no abren a las diez?
Jessica asiente con la cabeza de mala gana.
–No importa –dice mientras los dos chicos ya empiezan a caminar hacia el interior del mostrador –… ya me iba.
Al tiempo que gira sobre sus talones escucha un cuchicheo entre los tres. Ni siquiera alcanza a distinguir qué dicen, así que empieza a caminar.
–No te vayas todavía… –dice el morocho.
–Te vas a congelar afuera, al menos acá adentro hay calor humano –dice el grandote.
La chica le pega un sopapo en hombro mientras le dice asqueroso.
–No le hagas caso… –dice Miriam al final –Vení un cachito detrás del mostrador, hay algo que quiero que veas.
Jessica trata de disculparse mientras escapa, pero la curiosidad y la insistencia de los tres a la vez, no la dejan. Vuelve sobre sus pasos con ansiedad y ni siquiera se queja cuando Miriam la toma del brazo y la tironea hasta el otro lado del mostrador.
Al principio lo único que ve son libros apilados unos sobre otros y eso hace que todo le parezca un chiste de mal gusto. Voltea hacia los tres y los mira con cara de pocos amigos.
–Es que no estás mirando bien –insiste Miriam –… agachate.
Jessica no está muy convencida, pero se hinca sin protestar.
Detrás de los libros, apenas visibles por estar pegados en la madera hay una cantidad enorme de dibujos. Ninguno es excelente, parecen caricaturas. Reconoce a Miriam, al flaco, al grandote, hay uno que no sabe bien de quién es.
–Él los hizo –dice el grandote, frunciendo los labios sin ocultar cierto gusto.
–Tiene razón –dice Miriam mientras se agacha para arrastrar dos columnas de libros al mismo tiempo –. Estos también.
Sorprendida Jessica descubre una docena de dibujos más, todos de una chica parada del otro lado de un mostrador angosto: en algunos barre, limpia una vidriera, habla con personas… pero sólo cuando encuentra uno donde la chica dobla una montaña de ropa Jessica se reconoce.
–¿Esto garabateaba? –pregunta, sin voltearse a ver cómo los demás asienten con la cabeza.
–Entre otras cosas –dicen los tres a la vez.
Jessica mira los dibujos otra vez antes de despegar el último.
–¿Por qué lo hace?
Los tres elevan los hombros y fruncen los labios.
–Te diría que lo esperes para preguntarle –dice Miriam –pero hoy no viene…
–Lo mandaron al local de Lomas –agrega el flaco.
Antes que algo más pase, de un salto Jessica ya estaba del otro lado mostrador, a tres cuartos de camino de la entrada.
Ni siquiera escucha al grandote decirle a Miriam:
–Le avisaste que él viene mañana.

E
l día estuvo raro. Jessica no pudo dejar de sentirse molesta, aunque no tenía idea de porque. Es cómo si hubiera perdido algo en toda la situación. Tenía el dibujo todavía en el bolsillo del pantalón, pero no quería volver a verlo. Pudo contar lo que pasó esa mañana a sus compañeras, pero apenas hizo un comentario antes de irse a comer:
–¿Sabías que en la librería tienen dibujos de este local?
–¿Me dibujaron a mí? ¿Salí linda?
–Ni idea… no los vi bien –responde antes de ir a la panadería por dos empanadas.
Sin embargo el día pasa rápido y antes de darse cuenta ya esta en el colectivo, de vuelta a casa. Agarrada a uno de los caños ve las calles desdibujarse del otro lado del vidrio, y ni siquiera pensó en algo más que eso hasta que un tramo oscuro del viaje le devuelve el reflejo de una parejita sentada detrás.
Es una chica alta y rubia, que sostiene las manos de su novio. Al principio los mira atentamente, y nota que ella habla con señas. Él trata de responder, pero en cada gesto lo corrige.
Creo que fue cuando faltan tres cuadras para llegar a la parada, Jessica se anima a hablarles.
–Disculpen chicos –dice con timidez –¿Ustedes hablan con señas?
El muchacho bufa mientras asiente.
–Yo un poquito, como te darás cuenta ella está enseñándome.
–¿Podrían decirme qué quiere decir este gesto?
Sin perder tiempo, y menos el equilibrio, Jessica pasa su mano delante de la cara y señala hacia cualquier lugar con el dedo menor.
La chica lanza una sonrisa tonta y el chico se golpea la frente.
–Yo me la sabía esa –dice él, frunciendo la cara –Ah sí, ya me acuerdo.
A veces hay gente que ayuda, otra que lastima, otra que no hace nada. Jessica encontró de repente otra cosa, algo que es muy común, pero rara vez nos detenemos para notarlo. Ella encontró alguien que le dio algo lindo para contar.
–Quiere decir que sos muy linda.

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