E
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s gracioso descubrir
la cantidad infinita de mundos que se esconden en los lugares más
insignificantes. Creo que Jessica no pensó en eso antes de mirar durante horas a través de la puerta del negocio de ropa donde trabaja. Es que este paisaje es tan transitorio y continuo que cualquiera queda
hipnotizado, aunque más no sea por aburrimiento. Personas que van de derecha a
izquierda, unos más apurados que otros, algunos que se paran a mirar la
vidriera, la dueña del negocio que se asoma bajo el dintel a ver si un monstruo
se devoró los clientes. Y todo sucede mientras la vida continúa, mientras ella
dobla suéteres, remeras y pantalones; o barre el piso o hace fuerza para que
los minutos vuelen.
Si
no fuera por los locos de la librería. Se nota que vender libros es mucho más
sencillo que vender ropa. No hay que lidiar con talles, un libro le calza a
cualquiera, nadie pregunta si adelgaza más Wilbur Smith o Bolaños, ni buscan
combinar la cartera o los zapatos con la tapa del “Código Da Vinci”. La gente
que lee debe ser educada y amable:
–Me
llevo éste cuentito para el fin de semana– deben oír en la librería, y no: –Pero mocosa, me dijiste que éste vestido me
hacía más flaca.
A
lo cual Jessica aprendió a responder:
–Pero,
por supuesto… – En vez de: –Por supuesto,
¡gordita! Las rayas verticales adelgazan, pero ni con una cebra sobre la panza
podes esconder esos flotadores.
Los
de la librería si que se ríen. Es lo que más hacen, Jessica siempre los ve
divertirse, después de todo el local es más grande que la tienda de ropa. Es un
espacio abierto, con una entrada enorme que una mesa de libros en oferta apenas
interrumpe, iluminado por el sol durante el día y un montón de tubos fluorescentes
para la noche. Jessica pasa horas en un lugar que uno recorre completo en tres
pasos. Además ellos tienen el mostrador al fondo, al extremo opuesto de la entrada.
Al
extremo opuesto de su mundito.
Y
se ríen. Son sólo cuatro y no paran de reírse. El flaco morocho se ríe con
suavidad, sin moverse mucho. El grandote de anteojos da carcajadas que se pueden
oír a través de la calle y no tiene problemas en doblar la cintura para
recuperar el aliento. La cajera es pequeñita y delgada, y a pesar de ponerse
seria mientras los demás se ríen, ella también lo hace, tapándose la boca, como
si temiera que alguien la vea. Y al final queda ése… ése que es un poco más
pequeño que el grandote, pero más robusto que el flaco… ése que a veces se
viste como un rabino y otras parece un chico de la calle… ése mismo que hace
poco empezó a trabajar y que los demás se quedan atentos a lo que dice antes de
explotar en carcajadas… ése que mira a Jessica desde el otro extremo de su
mundito, pero que jamás saluda.
A
veces Jessica se pregunta que papel juega ése
en aquel mundo. No ocupa ningún lugar importante, no se resalta por nada en
particular, ni siquiera parece simpático… En realidad todo lo contrario. Cuando
no hace nada se queda de pie, con los brazos cruzados hacia atrás, las piernas
abiertas y la vista fija en la pared detrás de ella.
Aún
así pasan tantas horas que cada detalle empieza a sumar: él almuerza una manzana,
habla con los clientes como si fueran sus amigos, limpia los estantes pero
acomoda los libros a la fuerza, se la pasa garabateando en cada papel que encuentra…
Es complicado explicarlo, pero de a poco, se arma algo… algo más o menos
parecido a una persona. Igual que en un rompecabezas.
Y
él es un rompecabezas, aunque no uno
de esos a los que uno se acostumbra. Porque en un puzzle uno pone la última
pieza y lo que parecía un velero es un velero, no un león.
Imaginate
la situación.
Vos
te pones a doblar por enésima vez una remera que cada dos minutos alguien se
quiere probar y nunca se llevan. Ves que estos se siguen riendo ¿De qué? Ni
Jessica ni nadie sabe. Para esta altura más que curiosidad da envidia. De
pronto el estomago se queja y a ella la tarde se le hace tan larga que hasta siente
en la boca el gusto dulzón del antojo.
–¿Puedo
ir al kiosco a comprar galletitas? –dice Jessica, mirando a su jefa.
–Cuando
termines de doblar eso –no lo dice autoritaria ni soberbia, hasta parece maternal.
–Pero
es que la doblé tantas veces que la tela ya tiene mis huellas digitales.
La
mirada de Jessica vuelve a la escena de siempre. Esta vez el grandote habla con
la cajera, hace gestos de enojado y ella le responde de la misma forma mientras
el flaco habla por el teléfono, de espaldas a la entrada. ¿Dónde está el otro?
En
realidad ni siquiera lo piensa demasiado, baja la vista para mover lo que esta
doblado a un lado. Y es en ese preciso momento que ve zamparse dentro de su
mundito a ése, él que se le había perdido. Ése que no es uno, ni otro, ni otra
¿Por qué la gente no llevará una credencial con el nombre colgada todo el
tiempo?
Apenas
dice un hola entre dientes, antes de desenfundar un chocolate.
–¿Para
mí? –pregunta Jessica.
–Sí
–responde él.
–¿Gracias?
–se le escapa decir a ella.
Y
sinceramente, me gustaría describir un dialogo más florido, lleno de ironía o
giros galantes… pero eso fue lo que pasó.
Ni
siquiera su jefa, desesperada por darle a la situación algo de gracia, pudo
lograrlo al gritarle:
–¡Dale
un beso! Es la semana de la dulzura.
La
escena se dispersó en un suspiro. Él se fue y todo volvió a estar en equilibrio,
en apariencia.
Uno
paga la entrada, se acomoda en la butaca, mira y presta atención, al menos
cuando pasa algo interesante. Nunca se espera que desde la pantalla le lancen
una granada sin espoleta.
E
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n los días siguientes
Jessica hizo todo a espaldas del otro extremo del mundo para no mirar a través
de la entrada. Limpiaba el probador, sacudía el polvo, enceraba… Nadie la
recordaba tan activa, al menos no a ése nivel. En realidad lo hizo por una
buena razón: durante unos días los que conocían la historia se la contaban a
quien conocían. Por poco ya empezaba a volverse una leyenda urbana. En realidad
había tan poco para contar que cada uno le añadía un detalle más, algunos
creativos y otros penosos.
Entonces
no hay ningún motivo para dedicarle más atención al exterior.
Sin
embargo, muy a pesar suyo, la curiosidad es implacable. A cada rato lanza toda
clase de miradas hacia fuera: de esas de reojo que pretenden indiferencia, de
esas casuales que pasan rápido, el viejo truco de la polvera o quedarse con la
vista suspendida cuando alguien pregunta algo, algo así como un no veo, no veo es sólo que estoy
pensando. Esta última es mi preferida.
Lo
cierto es que por algunos días funciona. Nada excepcional vuelve a pasar y ella
regresa a su rutina… Pero lo realmente cierto es que tampoco la rutina es tan
buena como parece. A veces pienso en ella y lo primero que me viene a la mente
es que aún queda mucha ropa por doblar. Ropa que tiene impregnada el perfume de
tantos desconocidos, estirada en tantas partes y formas que es posible que las
mangas ya no puedan volver a plegarse nunca más.
Creo
que esta precisamente imaginando esa pesadilla cuando alguien le dice:
–Ya
es hora de cerrar Jessi… ¿Por qué no bajas la cortina?
Jessica
ni siquiera mira a su alrededor para buscar alguien más a quien mandar en su lugar
y con estirar el brazo gira el interruptor de la cortina mecánica. Al final,
media alegre por terminar el día, media decaída por el sueño, tomó la puerta y
la arrastró hasta la entrada.
No
esta atenta a nada en particular, ni piensa en nada que no fuera rascarse la
nuca con una mano mientras se escapa de su boca un bostezo de esos que te hacen
doler la cara. En ningún momento sus ojos se adelantan, ni siquiera parece
entusiasmada con volver a distraerse con el mundo exterior.
>>
¿Qué estupidez? << piensa mientras una leve sonrisa se asoma en el borde
de sus labios.
Casualmente
mira hacia delante… para ver un cortinado negro y las rejas de las vidrieras
puestas, la librería estaba cerrada. El telón cayó antes que la fila acabe
de entrar al teatro.
Jessica
no alcanza a expresar con pensamientos lo poco que le importa eso. Todo lo
contrario:
–No
sólo se ríen todo el día, ahora resulta que salen más temprano –se dice entre
dientes antes de girar sobre sus talones.
Sin
querer se cruza con su compañera y ella la mira con un cierto aire sospechoso.
–¿Cómo
está la calle? –le pregunta, conteniendo una sonrisita burlona.
Jessica
gira la mirada hacia fuera.
–Fría
–arriesga al ver que la peatonal estaba más desierta que nunca.
De
a poco, lo que en un comienzo asomaba igual a una sonrisa burlona, se
transformó en una expresión extraña, de esas en las que uno se reconoce
ignorante de algún detalle.
–Hoy,
mientras te la pasabas trapeando y sacudiendo… –le confiesa su compañera –…tu
amigo se la pasó pidiéndome que te llame.
–¿Cuál
amigo? ¿De dónde? ¿Para qué? ¿Me estás cargando?
Su
compañera no sabe qué responderle primero, a decir verdad para esa altura ya
siente que metió la pata donde no debía. Más cuando al no responderle Jessica
se puso en puntas de pie para mirarla directo a los ojos e insistirle que hable
de una vez.
–¡Calmate!
Yo nada más sé que el de la librería quería que lo mires hacerte una seña.
El
mentón de Jessica dio un salto… una forma tosca de preguntar:
–¡¿Qué
seña?!
–Que
sé yo… se pasó la mano delante de la cara y te señaló con el dedo menor.
Jessica
abre la boca pero no llega a decir nada.
–Y
antes que me preguntes… NO TENGO LA MENOR IDEA DE QUÉ QUIERE DECIR. Hoy es
sábado ¿por qué no esperás hasta el lunes y se lo preguntás a él?
J
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essica se pasó buena
parte del regreso a casa, de la cena, la noche y el domingo pensando en el
significado oculto que podía tener pasarse la mano por delante de la cara y
señalar a alguien. Seguramente nada bueno.
Es
cuestión de pensarlo con algo de lógica. Pasarse la mano por delante de la cara…
taparse la cara… Es clarísimo: no soporto
verte todo el tiempo. Y lo de señalar con el dedo menor... más claro que lo
otro: Sos corta… ¿Qué quiere decir
ser corta? Corta de cabeza, de entendimiento. ¿Ah no? ¿No será que quiso decir
que ella es pe… una en…? Eso si que Jessica no se lo permite a nadie.
A
NADIE.
E
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l lunes siguiente es
una rara oportunidad para que el mundo de Jessica empiece más temprano. Se
despierta, desayuna, baña y viste mucho antes de lo que está acostumbrada. Sin
embargo ni siquiera repara en eso, lo único que le interesa es avanzar por la
peatonal a paso firme sin importarle nada más que llegar a donde va.
Vestida
con una parca oscura ni siquiera mira hacia los costados, a decir verdad
tampoco hacia delante. Avanza a trancos tan largos que el pantalón aprieta sus
piernas igual que un torniquete. El aire helado se entibia al traspasar los
agujeros de su nariz y abandona su boca cómo un vapor espeso y húmedo. Sin
darse cuenta parece una locomotora a punto de atropellar medio Quilmes.
Así
y todo llegó a su trabajo respirando hondo, igual que al final de una carrera.
Lastima que faltaba una hora para que la dueña abra el negocio, y lo único con
lo que se encuentra es una cortina baja, y dos o tres maniquís sin cabezas
vestidos con ofertas. ¿En qué piensa? Creo que ni ella está muy segura. Gira
lentamente sobre sus talones y descubre el telón negro de la librería. Ni
siquiera ellos abrieron… todavía.
Sin
que llegue a contar hasta diez, una chica delgadita y de andar distraído llega
a la entrada de la cortina. Parece miedosa, mira hacia los costados y se queda
parada junto a la entrada, tal vez esperando a alguien. Jessica le da la
espalda, pero al cabo de un segundo empieza a caminar hacia ella.
–Hola
–le dice la chica al reconocerla –¿Ustedes no abren a las diez?
Jessica
no le responde el saludo, ni siquiera le responde con algo más que un salto de
hombros.
La
chica prende un cigarrillo y le ofrece el paquete a Jessica.
–Gracias,
no fumo.
Por
un momento no hablan, evitan mirarse, aunque en el caso de la chica es por
falta de confianza.
–No
me gusta abrir sola –dice la chica, mirando la llave de los candados –. No te
molesta ayudarme mientras destrabo la cortina… teneme el pucho.
Mientras
destraba un candado mira a Jessica otra vez.
–Escuché
que te llamás Jessica… –dice – Yo soy Miriam.
Por
momentos la voz de Miriam se ahoga, es que con el frío es difícil girar una
llave sin sentir que las manos se te rompen en el intento.
–Ya
está, pasá –dice Miriam antes de abrir la puerta de la librería… Los otros
chicos no van a tardar en llegar.
Todo
está a oscuras, así que Miriam sumerge su mano detrás de unos libros y acciona
un interruptor. No sólo las luces se encienden, la radio comienza a sonar tan
fuerte que Jessica da un salto.
–Otro
día –dice Miriam mientras guarda las llaves en el bolso –. Los chicos se ríen
cuando digo esto, pero cada vez que entro tengo miedo de quedarme encerrada y
no poder volver a mi casa.
Jessica,
no muy segura de quedarse charlando o volver a la calle, le comenta:
–Te
gustaría quedarte durmiendo.
Miriam,
a punto de meterse detrás del mostrador, niega con la cabeza.
–Me
gustaría quedarme con mi hijo.
–¿Tenés
un hijo? –pregunta Jessica sorprendida, cómo si la conociera de toda la vida
–No sabía.
Miriam
asiente.
–Todos
tenemos hijos… Bueno, todos menos uno.
Jessica
de golpe se acuerda de todo y los hombros empiezan a endurecérseles. Miriam ni
siquiera lo nota, y sigue charlando como si nada.
–Bueno,
la verdad es que no sé si tiene hijos o no –confiesa –. Siempre hace chistes
con eso… Bueno, la verdad es que hace chistes con todo. Me acuerdo que una vez
yo conté que mi primer…
–Seguro
que yo le debo causar mucha gracia… –interrumpe Jessica de repente.
Miriam
tarda un instante en dejar de hablar.
–No
creo –le responde cuando capta la onda del asunto –él siempre está pendiente…
Dice que en un trabajo que tuvo aprendió a leer los labios, que todo lo que te
pongas te queda bien… Un día estuvo a punto de mandarte un café con el mozo
porque te veía con cara de sueño.
Jessica
respira hondo, no tiene forma de esconder lo ofendida que está.
–¿Tan
al cuete están que se pasan chusmeando la vida ajena?
El
tono de la pregunta fue tan duro que Miriam deja su bolso a un costado y se
refugia un poco más en la seguridad del mostrador.
Un
ruido atronador rompe la tranquilidad y Jessica ve en la entrada una figura
enorme que se abalanza dentro.
–Buen
día, gente –dice el grandote, ese que se ríe a carcajadas.
Detrás
aparece el morocho, que se limita a saludar con la mano mientras el grandote
empieza a quitar la puerta antes de levantar la cortina mecánica.
Cuando
notan a Jessica se sorprenden, pero es el grandote el único en decir algo:
–¿Ustedes
no abren a las diez?
Jessica
asiente con la cabeza de mala gana.
–No
importa –dice mientras los dos chicos ya empiezan a caminar hacia el interior
del mostrador –… ya me iba.
Al
tiempo que gira sobre sus talones escucha un cuchicheo entre los tres. Ni
siquiera alcanza a distinguir qué dicen, así que empieza a caminar.
–No
te vayas todavía… –dice el morocho.
–Te
vas a congelar afuera, al menos acá adentro hay calor humano –dice el grandote.
La
chica le pega un sopapo en hombro mientras le dice asqueroso.
–No
le hagas caso… –dice Miriam al final –Vení un cachito detrás del mostrador, hay
algo que quiero que veas.
Jessica
trata de disculparse mientras escapa, pero la curiosidad y la insistencia de
los tres a la vez, no la dejan. Vuelve sobre sus pasos con ansiedad y ni
siquiera se queja cuando Miriam la toma del brazo y la tironea hasta el otro
lado del mostrador.
Al
principio lo único que ve son libros apilados unos sobre otros y eso hace que
todo le parezca un chiste de mal gusto. Voltea hacia los tres y los mira con
cara de pocos amigos.
–Es
que no estás mirando bien –insiste Miriam –… agachate.
Jessica
no está muy convencida, pero se hinca sin protestar.
Detrás
de los libros, apenas visibles por estar pegados en la madera hay una cantidad
enorme de dibujos. Ninguno es excelente, parecen caricaturas. Reconoce a
Miriam, al flaco, al grandote, hay uno que no sabe bien de quién es.
–Él
los hizo –dice el grandote, frunciendo los labios sin ocultar cierto gusto.
–Tiene
razón –dice Miriam mientras se agacha para arrastrar dos columnas de libros al
mismo tiempo –. Estos también.
Sorprendida
Jessica descubre una docena de dibujos más, todos de una chica parada del otro
lado de un mostrador angosto: en algunos barre, limpia una vidriera, habla con
personas… pero sólo cuando encuentra uno donde la chica dobla una montaña de
ropa Jessica se reconoce.
–¿Esto
garabateaba? –pregunta, sin voltearse a ver cómo los demás asienten con la cabeza.
–Entre
otras cosas –dicen los tres a la vez.
Jessica
mira los dibujos otra vez antes de despegar el último.
–¿Por
qué lo hace?
Los
tres elevan los hombros y fruncen los labios.
–Te
diría que lo esperes para preguntarle –dice Miriam –pero hoy no viene…
–Lo
mandaron al local de Lomas –agrega el flaco.
Antes
que algo más pase, de un salto Jessica ya estaba del otro lado mostrador, a
tres cuartos de camino de la entrada.
Ni
siquiera escucha al grandote decirle a Miriam:
–Le
avisaste que él viene mañana.
E
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l día estuvo raro.
Jessica no pudo dejar de sentirse molesta, aunque no tenía idea de porque. Es
cómo si hubiera perdido algo en toda la situación. Tenía el dibujo todavía en
el bolsillo del pantalón, pero no quería volver a verlo. Pudo contar lo
que pasó esa mañana a sus compañeras, pero apenas hizo un comentario antes de
irse a comer:
–¿Sabías
que en la librería tienen dibujos de este local?
–¿Me
dibujaron a mí? ¿Salí linda?
–Ni
idea… no los vi bien –responde antes de ir a la panadería por dos empanadas.
Sin
embargo el día pasa rápido y antes de darse cuenta ya esta en el colectivo, de
vuelta a casa. Agarrada a uno de los caños ve las calles desdibujarse
del otro lado del vidrio, y ni siquiera pensó en algo más que eso hasta que un
tramo oscuro del viaje le devuelve el reflejo de una parejita sentada detrás.
Es
una chica alta y rubia, que sostiene las manos de su novio. Al principio los
mira atentamente, y nota que ella habla con señas. Él trata de responder, pero
en cada gesto lo corrige.
Creo
que fue cuando faltan tres cuadras para llegar a la parada, Jessica se anima a
hablarles.
–Disculpen
chicos –dice con timidez –¿Ustedes hablan con señas?
El
muchacho bufa mientras asiente.
–Yo
un poquito, como te darás cuenta ella está enseñándome.
–¿Podrían
decirme qué quiere decir este gesto?
Sin
perder tiempo, y menos el equilibrio, Jessica pasa su mano delante de la cara y
señala hacia cualquier lugar con el dedo menor.
La
chica lanza una sonrisa tonta y el chico se golpea la frente.
–Yo
me la sabía esa –dice él, frunciendo la cara –Ah sí, ya me acuerdo.
A
veces hay gente que ayuda, otra que lastima, otra que no hace nada. Jessica
encontró de repente otra cosa, algo que es muy común, pero rara vez nos
detenemos para notarlo. Ella encontró alguien que le dio algo lindo para
contar.
–Quiere decir que sos muy linda.
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